Wittgenstein y la «matriz de los fantasmas»

Caleb Olvera Romero

Muchos consideran al filósofo austríaco como el de más honda influencia en el pensamiento del siglo XX. Sus aportaciones al pensamiento se encuentran básicamente en dos obras: por un lado, en el Tractatus Logico Philosphicus,1 que influye en el pensamiento del círculo de Viena, y por el otro, en las Investigaciones filosóficas,2 que son guía del pensamiento analítico y que trataremos en este ensayo, junto con la problemática de la posibilidad de un lenguaje privado —argumento con el cual Wittgenstein taja la tradición cartesiana. Este rastreo ya se ha hecho, así que nos limitaremos a explicar brevemente el problema y a apuntalar las directrices que nos importan.

 

La crítica al ego cartesiano

 

«En las Investigaciones Filosóficas se cumple de manera radical, merced al Argumento del lenguaje privado, la destrucción del supuesto básico del dualismo cartesiano, a saber, la existencia de un lenguaje anterior al aprendizaje de la lengua materna».3 No obstante los ataques en contra del «saber» cartesiano, implícito a la duda metódica se constituye otro de los grandes derroteros en contra de los que embiste el vienés. Una de las argumentaciones es la que sigue: el verbo «saber» con relación a las sensaciones, solamente tiene sentido cuando hay duda, la cual cobra importancia cuando es relacionada con las sensaciones de otro, nunca con las mías. Las frases «dudo por tanto pienso» y «pienso por tanto existo» se pueden desvanecer con este simple análisis. Ya que el pensamiento es lenguaje y el lenguaje se aprende en el mundo y de los otros,4 suponer que no existe el mundo y los otros es imposible, pues ¿de dónde habría salido mi «yo» que piensa y que duda? No se puede dudar correctamente si no es dentro de un juego de significados donde el verbo «dudar» sea una etiqueta con algún sentido; esto es, solamente es posible «dudar» porque tenemos un lenguaje que hemos adquirido fuera de nosotros, en la alteridad. Y es ingenuo cuestionarlo; es más, no se puede dudar de que se posea un lenguaje, porque se duda con lenguaje. De ahí que sea un sinsentido el «saber» que se piensa, se duda, se tiene dolor o que se existe, porque este «se», bien o carece de sentido —pues no agrega nada al «tengo dolor», «pienso» o «dudo»— o bien es vacío —porque es imposible emitir esta frase correctamente. Además, es ocioso, como ya lo demostramos, dudar de las propias sensaciones ya que son evidentes. No tendría caso dudar de la evidencia para después retractarse por ser evidente, como supuestamente lo hace el padre de la filosofía moderna.

Para que sea correcta la frase «sé que tengo dolor», necesito de un tercero y de la duda, pues al estar en duda que «él piensa, siente o existe», la frase significa realmente algo, ya que sólo tienen sentido dudar de las sensaciones de otro y no de las mías. Descartes no puede dudar que duda o piensa, y la trampa de su deducción consiste en hacernos creer que se da cuenta de que piensa, ya que «sé que pienso» y «pienso», en la misma persona, es lo mismo. De ahí proviene la necesidad de introducir la duda, pero ésta es nuevamente falsa, pues no se puede dudar de uno mismo sino solamente de las sensaciones de los terceros. Así propone un juego que no debe, ya que deduce cosas obvias que en realidad no tienen sentido. «Pienso por tanto existo» es tanto como decir «existo» o «pienso» y más aún, de eso no me cabe la menor duda. La pregunta es, ¿cómo se las arregló Descartes para dudar de ello? La trampa consiste en invitarnos a dudar de lo que no se puede y luego justificar el «sé» que dudo o pienso, de donde deduce, como si fuera la conclusión más sólida del mundo, algo que en principio era claro y sólo él ha invitado a dudar.


La falta de la regla

 

Para saber si algo es falso necesito saber, primero, que posee una tabla de verdad, una guía donde contrastar si algo se sale de la norma. Así, para saber si algo o, incluso, si yo tengo dolor, necesito saber de antemano qué es el dolor; si no, ¿cómo sabré que la sensación que tengo corresponde a esta denominación? Sin embargo, distinguir entre tener dolor y dolor no es posible si se acepta la existencia del lenguaje privado, pues no es posible seguir una regla de manera privada; una regla es algo normativo, fijo ante los demás, que de otra manera sería como usar una regla para medir cuya medida dependiese solamente de mi recuerdo: que midiera siempre lo que yo recuerdo que es un metro o una yarda. Wittgenstein lo define así: una cinta métrica que se extiende o se contrae de acuerdo a lo que uno cree que mide un objeto no es en absoluto una cinta métrica. La normatividad de la lengua debe, por tanto, venir de fuera y poseer una exterioridad, pues es absurdo que las consecuencias desprendidas de la idea se respalden en mi definición privada, como ya lo mencionamos.

 

El dualismo cartesiano

 

«La raíz profunda del dualismo cartesiano y en general de toda la doctrina oficial, es una deficiente comprensión del funcionamiento de nuestro lenguaje»,5 porque, como muchas tradiciones y doctrinas, «la filosofía cartesiana es deudora del concepto medieval de verdad, entendida como correspondencia entre la idea y el objeto»,6 posición que de entrada nos separa del mundo. Lo que está detrás del pensamiento de Descartes no es sino el conocido error que Okham procuró evitar, la idea de un nominalismo algo distorsionado, «la asimilación de todas las palabras a nombres cuyo significado es el poseedor del nombre»,7 la adscripción de eventos a nombres y, en último lugar, de nombres a personas o poseedores. Se parte de la idea de que solamente existe una lógica del mundo, y Descartes no podía ver otra cosa pues buscaba la raíz que unificara la explicación del universo; sin embargo, la crítica que formula el autor de las Investigaciones es puntual ya que no obedecen a la misma lógica las palabras y las cosas, Les mots et les choses. Descartes, y es aquí donde descansa su dualismo, piensa que es posible explicar los estados mentales del mismo modo en que se explican las cosas físicas.

 

Wittgenstein comentaba a sus alumnos que tal vez la razón por la que nos inclinamos a hablar de la cabeza como de un lugar donde suceden nuestros pensamientos, es por la existencia de palabras como pensar y pensamiento, junto a las palabras que denotan actividades corporales como escribir, hablar, etc. La existencia de los últimos verbos nos hace buscar una actividad diferente a éstas, pero análoga a ellas, que corresponda a la palabra pensar.8

 

De ahí la idea de proceso como algo que sucede en el mundo espacial y temporal, como escribir o hablar, y que por analogía utilizamos para explicar algo que no necesariamente sucede en el mundo espacio-temporal, sino en el mundo psíquico. Supone que mesa debe hacer referente a algo físico, así como pensamiento debería hacer referente a algo mental; aquí el error de la analogía consiste en hacer consecuente o traslapar la noción de «algo», de entidad física con entidad mental. Sin embargo, estas posiciones, traslaciones y solapamientos se construyen sobre bases equivocadas, pues si aceptamos, como sugiere Wittgenstein, que existen dos lógicas distintas o tantas como sean necesarias para explicar el mundo, podemos establecer la distinción entre la lógica del mundo y la del pensamiento, ya que ambas son distintas. El argumento consiste en hacernos ver que si son de dos órdenes distintos, no pueden contraponerse, como no se puede contraponer el oro a las sombras, lo materia a lo mental, o lo simbólico a lo concreto, etc. Para poder hacer una contraposición es necesario que ambos objetos pertenezcan a la misma lógica; así se podrían contraponer objetos físicos o simbólicos a ellos mismos, frío a caliente, blanco a negro, caro a barato, etcétera. Pero no podemos contraponer «cuerpo» a «mente», pues obedecen a dos lógicas gramaticales, a dos mundos lingüísticos distintos.

La crítica de Wittgenstein es fundamental, no porque resuelva el problema del dualismo, sino porque lo diluye al mostrarnos los diferentes estados ontológicos, lógicos y gramaticales donde descansaba la idea de una contraposición dualista entre mente y cuerpo, o estados físicos y estados mentales. En este mismo sentido, un último argumento en contra radica en hacernos ver que el término «descripción» ha sido mal utilizado, ya que, por ejemplo, la lógica de la descripción de un cuarto y sus objetos está representado dentro de las posibilidades lingüísticas de la temporalidad y especialidad; sin embargo, cuando  pensamos y representamos cosas, las representaciones no están dentro del espacio y tiempo como lo están los objetos dentro de un cuarto, y aun así aplicamos el término «describir» a mis estados mentales o representaciones, de la misma manera en que lo aplicamos a la descripción de un cuarto. Le conferimos espacialidad al pensamiento, y de ahí que supongamos que sucede «dentro» de mi cabeza.


Discursos que no se excluyen

 

La teoría de los distintos juegos del lenguaje viene a poner en primer plano algunas problemáticas que fructificarán en otros pensadores, como en Kunh y la inconmensurabilidad de los paradigmas,9 o en Popper y la idea de los mundos. El mundo se ha desnudado en su multiplicidad, no porque en sí mismo se haya hecho dos, sino porque siempre ha sido dos, tres o más; dependiendo del juego lingüístico, el mundo es multívoco, está hecho de juegos o interpretaciones, y cada uno posee para sí mismo una heurística particular, aunque actualmente se puede hablar de alguna conmensurabilidad e interacción en los mundos (Austin hará los propio en Cómo hacer cosas con palabras10). Lo mental es distinto a lo material, su conmensurabilidad está por discutirse, y el hecho es que Descartes no supone que sean problemas de orden distinto, sino que son realidades distintas de un mismo orden, el divino. En el Tractatus podemos encontrar una definición de sinsentido como la trasgresión de un orden a otro, de un lenguaje por otro, mientras que en las Investigaciones el sinsentido nos alerta de la trasgresión no limpia de un orden a otro. El dualista pasa de uno a otro orden conservando modelos de uno que no se aplican al otro. «Y con ello provoca un colapso en el buen funcionamiento del lenguaje. Pues su error es comparable, al de quien pretende jugar al tenis con piezas de ajedrez, o el que llena de gasolina el radiador de su automóvil».11 Lo interesante es aceptar que lo mental y lo material son de distintos órdenes pues ésta simple distinción arrastra al dualismo al destino de los sinsentidos, ya que se ha trasgredido un orden lógico con otro. Dos conceptos de orden distinto no pueden ser contrapuestos ni presentar problemáticas uno hacia otro, la mente no puede explicarse en términos del orden material y esto es lo que nos ha estado pasando.

 

De este modo, la distinción lógica entre lo mental y lo material, no sólo no impide, sino que facilita el establecimiento de conexiones, entre mente y cuerpo. Volviendo al ejemplo de las máquinas, así como cada una de sus partes tienen una característica y función propia todas ellas están conectadas entre sí, para contribuir al buen funcionamiento del conjunto.12

 

Los lenguajes que no se excluyen no son problemáticos, sino complementarios, son distintas piezas del rompecabezas que nos sirve para entender un poco más nuestros problemas. Traslapar lenguajes es un error que recuerda ejemplo del extranjero que pregunta por la universidad, y que, una vez que le han mostrado los colegios, la biblioteca, los laboratorios y demás dependencias, sigue insistiendo en que se le muestre la universidad, como si ésta fuera una cosa aparte, un aditamento distinto de todo lo que se le ha señalado. Exactamente éste error comete el dualista cuando desbarata un cuerpo, cuando lo disecciona y supone que el Yo es algo distinto al conjunto de las partes. El hecho de suponer un Yo como una mente o un alma está basado en esta implicación espacial o física, sobre una entidad de otro orden; es el tratar de explicar algo que no es ni espacial ni material con metáforas espaciales y materiales; es, pues, la pregunta por la universidad, y la respuesta es que la universidad es el conjunto de los edificios con las funciones. El Yo no existe como una entidad distinta a este conjunto, como algo distinto al cuerpo y sus funciones. «Pero decir que el yo es de naturaleza mental es tanto como darse cuenta de que el numeral tres no se usa como signo de un objeto físico».13 Y esto, aunque resuelve el error, no aclara el problema de la definición de una entidad mental.

 

El error categorial


El gran problema es planteado como un pseudoproblema, ya que la conflictiva relación entre los opuestos no es sino una mala comprensión de los que pueden ser opuesto. Ésta es la misma línea en que los poswittgensteinianos critican el dualismo, entre ellos Gilbert Ryle; la embestida que dirige el autor de El concepto de lo mental14 en contra de la tradición, o de la filosofía de concepción dualista, es muy similar, ya que para él toda esta tradición tiene sus bases en una serie de errores categoriales. «El error categorial, consiste en utilizar un concepto como si perteneciese a un tipo de categoría lógica distinto del que la realidad le corresponde».15 El dualista comete el error de pensar que la mente es un añadido a la materia específica; de la misma manera que el extranjero creía que «la universidad» era algo añadido a los colegios, la biblioteca, los laboratorios y demás dependencias. En su afán por explicarse el mundo poseía sólo un modo de ser, supuso una mecánica no corporal, pero que —contradictoriamente— obedece a la mecánica determista que rige el mundo físico. La mecánica espacial de su tiempo lo hace suponer que la mente tiene un comportamiento análogo a lo mecánico espacial, de ahí que busque sus leyes en la causalidad; así se establece un marco conceptual que parte del mecanicismo para explicar la materia corporal y la mental.

De este planteamiento se desprenden consecuencias importantes: en primer lugar, se ha aceptado una división por demás inexistente, que taja el mundo en dos —mente y materia— y de aquí no tardará mucho en gestarse la oposición y privilegios de uno sobre el otro; no solamente el mundo se ha dividido en dos, sino también el hombre mismo. Otra consecuencia no menos lógica que la primera es que «el idealismo y el materialismo son respuestas a una pregunta impropia y presuponen la validez de la disyunción. O bien existen mentes o bien existen cuerpos, pero no ambos».16 Wittgenstein eleva desde esta posición una crítica aún más radical, ya no en contra de la mente distinta al cuerpo, desde donde la discusión se ha gestado por medio de la aclaración de que provenía ilícitamente de una falsa división, si no en contra de lo corpóreo, entendido como sensación.17 La crítica de la identificación de las propias sensaciones mediante criterios sin conexión alguna con las manifestaciones corporales es una cosa que, según el vienés, resulta imposible de sostener y que sustenta desde un principio en la imposibilidad de un lenguaje privado.


La imposibilidad de un lenguaje privado

 

La explicación de la imposibilidad de un lenguaje privado es crucial para la filosofía del Self, o de la mente, pues si es cierto que no es posible un lenguaje privado se deduce que no es posible una primera persona pensante solipsista, al estilo Descartes; el Ego cartesiano sería imposible. Tanto para Platón como para Descartes, la mente existe independientemente del cuerpo y del mundo. «En particular en Descartes uno llega a adquirir el concepto de mente a partir de su propio caso. Lo mental es para él lo privado, en el sentido, en que solamente el que posee una mente tiene acceso cognitivo directo a los estados en que se encuentra».18 Aclaremos que para Wittgenstein la idea de que es imposible un lenguaje privado no impide que utilicemos el lenguaje de manera privada, que llevemos un diario o tengamos pensamientos sin exteriorizarlos a nadie. «Si un filosofo —cartesiano o empirista— plantea que lo primeramente dado es la experiencia de nuestro propio yo —ya sea en su multiplicidad o en la unidad de los sense-data— aún antes del lenguaje social, habría de ser posible llevar a un diario privado de nuestras propias sensaciones».19 La idea en contra de un lenguaje privado consiste en sostener que nadie crea un lenguaje de la nada; por ello el pensamiento se aprende y su significado también es común o público.20 El solipsismo puede llegar a suponer que nadie existe a excepción de él, del sujeto, y que puede haber un lenguaje que adquiera significado únicamente con referencia a los contenidos de su propia mente. Si nuestros contenidos mentales son privados, si el contenido de la experiencia no es igual en ningún individuo, «entonces, parecería como si el fenómeno exigiese traducir a un lenguaje privado proposiciones provenientes de un lenguaje público».21 Aparentemente, muchas filosofías sostienen o se basan en una idea como ésta. Nuestro autor parte de su experiencia como educador, donde enseñar la definición de una palabra a un niño es enseñarle el uso que esta palabra tiene y no, por el contrario, hacer que este último la traduzca a un lenguaje que ya posee. Platón, Descartes, el idealismo, la fenomenológica, etc., comparten la idea de que los contenidos mentales son únicos y el lenguaje público se traduce o se llena con contenido mentales privados: Se entiende una palabra X como árbol, a condición de que nuestra imagen de árbol sea una imagen privada.22 Wittgenstein sostendrá que no es así; nuestro autor acepta, como ya lo mencionamos, una utilización del lenguaje privado donde una persona cambie números por letras o jeroglíficos inventados y designe significados a cada uno; pero esto es irrelevante, pues a Wittgenstein le interesa ver si es posible la creación de un lenguaje, no nada más el ocultamiento del significado, pues sigue siendo el mismo lenguaje con diferentes etiquetas. Para nuestro autor, el lenguaje se comporta como un juego de ajedrez,23 y bien podríamos jugar ajedrez con otras palabras y otras fichas, pero no con otras reglas; de ahí que se sostenga que se mantiene el mismo juego. Empero, el sentido en que a Wittgenstein le interesa es aquél relevante para la filosofía, donde «las palabras de este lenguaje deben referirse a lo que sólo puede ser conocido por el hablante, a sus sensaciones inmediatas y privadas. Otro no puede por tanto, entender este lenguaje».24 Así, de las dos formas en que es posible entender la expresión, lenguaje privado, solamente una es relevante: aquélla donde el lenguaje es usado de manera privada quedará de lado, y la interesante es en la que el lenguaje tiene una construcción única e intraducible que denominan como privada. Es la creación no de nuevas etiquetas para las reglas, sino de un nuevo juego con todo y reglas. Ahora nos pregunta:

 

¿Hasta qué punto mis sensaciones son privadas?, —bueno solamente yo puedo saber si realmente tengo dolor; el otro sólo puede presumirlo, esto es en cierto sentido falso y en otro un sinsentido. Si usamos la palabra saber, como se usa normalmente, entonces los demás saben muy frecuentemente cuando tengo dolor. Sí, pero no con la seguridad con que yo mismo lo sé—. De mí no puede decirse en absoluto, excepto quizá en broma, que sé que tengo dolor ¿Pues qué querrá decir eso, excepto que quizá tengo dolor?25

 

La frase «Solamente yo puedo “saber” que realmente tengo dolor» es falsa, pues como lo explica, el lenguaje permite que los otros muy frecuentemente sepan que tengo dolor, ya que no hay un lenguaje privado y mis expresiones son traducibles a su experiencia. De esta manera, el lenguaje está constituido sobre el saber qué significan los signos, entre ellos los que expresan mi dolor; el otro sabe que tengo dolor porque compartimos los mismos signos lingüísticos, pues de lo contrario sería impropio plantearnos la problemática de si sabe o no que tengo dolor, ya que esta cuestión sería ininteligible o cada quién la entendería distinto. Del hecho de comunicarnos, se deduce que el otro puede entender lo que expreso —por ejemplo, el dolor.  En su otra utilización, la frase es un sinsentido, porque sé que siento dolor no añade nada a siento dolor. El saber es una emisión locutiva que solamente tiene sentido en la medida en que se relaciona con la duda; es una oración que reafirma una posición ante otra posible posición distinta, pero resulta carente de sentido dudar de que se tiene dolor cuando se trata de mi persona, y por ello, al no estar la duda, el verbo saber no solo es innecesario, sino vacío de sentido, pues como ya se dijo, no aporta un sentido más amplio a la oración.26 La frase es correcta únicamente en boca ajena: es correcto y tiene sentido decir «de otros que están en duda sobre si yo tengo dolor»,27 pues se podría dar el caso de que yo mintiera o estuviera en una actuación. Pero, ¿por qué no suponemos que la sonrisa de un niño de pecho es una mentira?, «porque mentir es un juego de lenguaje que requiere ser aprendido como cualquier otro»,28 y el niño de pecho no está en posibilidad de dar cuenta de este tipo de juegos lingüísticos. Por tanto, un niño no miente porque no comprende la intencionalidad de la mentira, pues no ha aprendido la utilización ni el modo de jugar con las palabras para cargarlas de sentido. «Un chimpancé puede proferir una serie de palabras aprendidas, pero conforme se va acrecentado la lista de palabras éstas van careciendo de sentido, en un niño en cambio, conforme va aprendiendo el uso del lenguaje acrecienta el significado de las frases, añadiendo palabras».29

«Otro no puede tener mis dolores, ¿qué son mis dolores? ¿Qué cuenta aquí como criterio de identidad?... hasta donde tiene sentido decir que mi dolor es el mismo que el suyo».30 Aquí la afirmación es otra vez carente de sentido en la medida en que no aparece la idea de la duda, ya que se puede dudar solamente de los objetos externos como son las sillas, las mesas, los autos, etcétera. Alguien puede decir que no sabe si este objeto es el mismo que vio ayer, pero nadie puede dudar de saber que es el mismo dolor el que siente y que no se puede sentir en otro. Así, la afirmación de que «Otra persona puede o no sentir mi dolor» se vacía en el sentido en que él puede sentir un dolor igual o parecido al mío, pero no el mío. Nuestro criterio de propiedad está constituido bajo la idea de transferencia: es mío si lo puedo transferir, donar, regalar, tirar, etcétera; sólo en esa medida se puede hablar de mío, pero la semántica no aplica a los dolores, pues un dolor no es algo que pueda transferir o regalar, y por lo tanto, no es algo que pueda decir que me pertenece o que es mío. El cuerpo tampoco es algo de lo que se pueda predicar la pertenencia: el denotativo este cuerpo es mío se vacía de sentido ante la luz de un cuerpo que no es pertenencia. En esa frase no está completamente entendido el este, ni el mío, ¿pues a quién pertenecería? Si la condición práctica de la pertenencia es el cuerpo, entonces la frase nos arroja al ya analizado pliegue del lenguaje donde este cuerpo es mío sería como decir este cuerpo pertenece a este cuerpo, frase que a todas luces es absurda, pues no extiende el sentido de la oración.

El uso del lenguaje permite que nos expresemos y podamos saber – únicamente cuando aprendimos los modos de utilizar el lenguaje-, qué es un dolor, qué es lo que el otro siente y que puede ser comparable a una sensación mía:

 

Es obvio que se puede usar el lenguaje público cotidiano para referirnos a nuestras sensaciones; Wittgenstein no lo niega. En lo que insiste es en que las sensaciones no son privadas, en un sentido filosóficamente interesante y en que nuestro vocabulario psicológico aunque sea perfectamente significativo, no deriva sus significados del etiquetado de estas experiencias.31

 

Así, «la próxima vez que llame “S” a algo, ¿cómo sabré lo que significa “S”? Incluso para pensar falsamente que algo es “S” debo conocer el significado de “S”».32 Nuestro problema se revela como un problema de semántica antes que de epistemología, un problema donde el criterio fuerte para poder dudar de si alguien siente o no dolor es un criterio que nos pide, en primer lugar, no sentir dolor, sino saber qué significa tener dolor. En última instancia la validación no proviene del tener dolor, sino de conocer el concepto «dolor».


Lo público y el sentido  


En resumen, para el vienés, la forma en que adquirimos el lenguaje para nombrar nuestras sensaciones es aprendida, lo cual quiere decir que proviene del ámbito público y con él se construye lo mental. Lo privado no es más que una apropiación de lo público, nos enseña a distinguir dolor de apatía, angustia de envidia, etcétera. Si estas sensaciones fueran únicas en la medida en que se utiliza el lenguaje, serían intraducibles y todo sería caos lingüístico sin posibilidad de entendimiento. El entendimiento, en esa medida, es el criterio fuerte en contra del lenguaje privado. Pongamos un caso rompecabezas, donde a un niño se le ha enseñado erróneamente la utilización del término rosa: cada vez que se le menciona rosa, se le señala un color distinto.33 En ese caso, él hará un significado privado y cada que escuche la palabra rosa, se hará una representación distinta del color; pero el experimento deja ver su implicación claramente en cuanto se extrae el sujeto del espacio del experimento y se le introduce en el público, porque ahí no habrá comunicación, y cada que se le pida un objeto color rosa traerá uno distinto. Entonces sucederá una cosa de dos: o se le corrige, mostrándole lo que significa rosa para todos; o se niega que se pueda comunicarse con él. De esto se deduce que el entendimiento es el criterio para saber que el lenguaje que utilizamos no es un lenguaje privado y que todos entendemos lo que significa dolor, cansancio, etcétera, pues los hemos tomado del ámbito público. El yo no será la excepción; la creación de la primera persona es muy similar a este ejemplo, ya que tomamos del ámbito público las oraciones que la utilizan y paulatinamente construimos un significado que tienen que ver con la forma en que las oraciones se usan. Lo importante en este momento es ver que el yo no es algo connatural al nacimiento sino aprendido, por lo cual se podría marcar un momento en la adquisición del lenguaje donde aparece.


El ataque al significado privado

 

Siguiendo a Stephen Priest, vemos que el ataque de Wittgenstein al significado privado es posible dividirlo en tres partes: a) cómo aprendemos las palabras relacionadas con la sensación; b) un argumento en contra de la posibilidad de la definición ostensiva privada; c) en el fondo, la comunicación es gobernada por reglas y criterios públicos aún en el uso de conceptos psicológicos. En la primera, las palabras relacionadas con las sensaciones no adquieren significado en esta relación, sino en la relación del lenguaje público; así, la palabra dolor es una palabra refinada, que se ha adquirido dentro de un juego de lenguaje y que por ende reemplaza las manifestaciones primarias que son las sensaciones de dolor (aunque no sea del todo apropiado llamarlas manifestaciones primarias, sensaciones o dolor, pues éstas expresiones son ya lenguaje y la cuestión es referirnos a eso que está más allá del lenguaje o mucho más complejo, queremos referirnos a lo que está antes de tener un lenguaje; en este tipo de cuestiones se incurre frecuentemente y son inevitables). Anterior al lenguaje, un niño que «sufre»34 se limita a llorar, pero en la socialización se le enseñan etiquetas que reemplazan el llanto, se le muestran cómo funcionan estas etiquetas y a qué deben referirse, enseñándole al niño toda una conducta. (Wittgenstein no dice que el llanto sea lo que se denomina «dolor», pero nos topamos otra vez con la imposibilidad de nombrar las sensaciones antes de que exista en el niño el lenguaje; la misma palabra «sensación» no lo logra). Por lo tanto, y en contra de una definición ostensiva35 de dolor, Wittgenstein argumenta que esta palabra, acompañada de la conducta y de la sensación de dolor, son ya conductas aprendidas como un lenguaje público; si no fuera así, nadie sabría cuándo alguien tiene dolor, pues sus manifestaciones serían completamente extrañas a cualquiera. A lo largo de las investigaciones encontramos claras críticas a la idea de que el lenguaje se va adquiriendo a través de definiciones ostensivas,36 cuestión que subyace en el Tractatus Logico Philosphicus, pues ahí se supone que el lenguaje debe pintar al mundo y que todos aquellos términos que no se refieran al mundo concreto deben desaparecer para evitar los enredos del lenguaje o los problemas filosóficos que de ahí se desprendan. Sin embargo, ya en una etapa madura, Wittgenstein se da cuenta de que el lenguaje tiene una performatividad irreducible a nombrar objetos o «etiquetarlos», como a nuestro autor le gusta decir; por el contrario, el lenguaje da órdenes, pregunta, suplica, etcétera…

 

Sacar una palabra de su contexto y comportamiento lingüístico, y preguntar por su significado, es un procedimiento tan descaminado como el de sacar una pieza del engranaje de una máquina y preguntar qué es. Vuelve a colocar la palabra en su vivo contexto humano y resultará evidente su uso. Ya el que significado no es interior, misterioso, privado y psicológico. El significado es exterior, evidente, público y conductual.37

 

Así que la dirección a seguir es otra, ya no el establecer una teoría del significado, sino aprender a rastrear usos lingüísticos particulares, ya que es en estos juegos del lenguaje donde realmente habita el significado. Las definiciones ostensivas sirven para mostrar una especie de casilla que ocupa la palabra dentro del juego del lenguaje, pero las palabras no se agotan ahí.38

 

Definiciones ostensivas

 

Contra la posibilidad de la definición ostensiva de una sensación, nuestro autor nos propone imaginar el siguiente caso:

 

Quiero llevar un diario sobre la repetición de una determinada sensación, con ese fin la asocio con el signo «S» y en un calendario escribo ese signo cada día que tengo la sensación, en primer lugar observaré que no puedo formularme una definición del signo. Pero aún puedo darme a mí mismo una especie de definición ostensiva. ¿Cómo? ¿Puedo señalar la sensación? No en un sentido ordinario. Pero puedo anotar el signo y a la vez concentrar mi atención en la sensación –como si la señalase internamente- ¿pero para qué esta ceremonia? ¡Pues sólo una ceremonia parece ser! Ya que una definición sirve para establecer el significado de un signo. Y esto ocurre precisamente al concentrar la atención, pues por ese medio, me imprimo la conexión del signo con la sensación. «Me la imprimo» no obstante sólo puede querer decir: este proceso hace que yo me acuerde en el futuro de la conexión correcta. Pero en nuestro caso yo no tengo criterio alguno de corrección. Se podría decir aquí: es correcto lo que en cualquier caso me parezca correcto. Y esto sólo quiere decir que aquí no puede hablarse de «correcto».39

 

Es clara la imposibilidad de hacer un diario de este tipo para alguien que no tuviera de alguna manera ya un lenguaje público, donde tuvieran significados palabras como nombrar, sustituir, marcar, etcétera; de hecho, el mismo marcar con una «S» es una acción que se entiende desde la posesión de un lenguaje. Entonces, quien hiciese algo de este estilo sólo estaría jugando a inventar una regla que únicamente él conoce, que no puede decir a nadie y que tampoco puede emplear. ¿De qué serviría una regla de este tipo? Quizá no sirva de nada, o solamente sirva para él, pero no puede ni sugerirla pues esto sería meterla en el lenguaje público y la característica de esta regla es la de permanecer privada. ¿Quién sabría si sirve para algo, si es correcta o incorrecta? Sólo quien la imaginara, y como no existe criterio alguno de corrección, no se podría hablar ni de correcto o incorrecto dentro de ese juego del lenguaje. ¿Pero no es la parte medular de una regla normar el juego? ¿Entonces a una regla que no norma el juego se le puede seguir considerando regla? Se podría defender que es correcta en todos los casos en que al poseedor de la regla le pareciese correcta, y ante esto Wittgenstein termina su párrafo diciendo que en ese caso, esa acción «sólo quiere decir aquí no podemos hablar de correcto».40 Nombrar supone la posibilidad de la corrección y la corrección o equívoco se da exclusivamente en el lenguaje público. «La definición ostensiva de la palabra está tan lejos de establecer el uso de la palabra, como lejos está el imaginar que uno consulta la guía ferroviaria, de consultarla en realidad. Es como si uno se comprase varios ejemplares de un mismo periódico para asegurarse que dicen la verdad».41

El uso del lenguaje —y sobre todo del que nombra, que en este caso es una acción atribuida a la primera persona— está lejos de ser aprendido en relación al uso meramente ostensivo del lenguaje; se necesita que se dé la relación con los otros (en tercera persona) para que se pueda formar una idea del Yo.42 Si todo mundo se limitase a saber de sí, sin expresar a otros la etiqueta del «Yo», sería imposible que alguien más la desarrollase de la misma manera en que sería imposible saber de qué se habla cuando se dice «dolor», «sensación» o «Yo». De no ser una cuestión aprendida, en el peor de los casos cada cual tendría sensaciones tan distintas que serían incomunicables. La prueba en contra de un lenguaje privado de las sensaciones es clara en la medida en que yo digo «dolor» y alguien más entiende, o se da el entendimiento del dolor en terceros, o incluso el fingimiento del dolor que supongo como parte de una actuación o una mentira. En todos los casos supongo que sé qué es para los demás y para mí el dolor, así como supongo que la primera persona significa algo comunicable y por tanto debe ser formada como el dolor en el lenguaje público. Pero esto es tanto como decir

 

[…] que el lenguaje sobre los objetos físicos es imposible salvo que sea compartido por la comunidad. No puedo denominar a este animal perro, si no recibo esa palabra del lenguaje de la comunidad, en contextos concretos, luego podré inventar un nombre nuevo para un tipo de perro, o para un nuevo animal que descubra en la naturaleza.43

 

Esta idea basta para sostener que la primera persona es un acto lingüístico y que su contingencia depende de la contingencia del lenguaje.44 Además, el pronombre «Yo» no debió sino venirnos de la apropiación lingüística de una frase cuyo significado hemos entendido y cuyo uso era precisamente el autoreferirnos como emisores de la locución. Podríamos, después de comprender el juego, ponernos a autonombrarnos de otra manera, pero sólo en relación con los otros, pues ¿qué caso tendría el suponer que poseo un nombre cuya única persona que lo sabe soy yo? Si nadie usase ese nombre secreto para referirse a mí, ese nombre sería tan útil como algo inexistente.

 

Las consecuencias de los juegos lingüísticos

 

Desde que hablamos de juegos lingüísticos, tenemos que hablar de las distintas teorías sobre el lenguaje que de ellos se desprenden y de un sinfín de teorías que intentan referirse y tratar a la primera persona. Tenemos las de autoreferencia,45 las lingüísticas,46 las que provienen de la filosofía de la mente,47 las analíticas,48 las jurídicas,49 etcétera. Asimismo, la explicación de cómo nos referimos a las cosas, cómo usamos un lenguaje denotativo para identificar los objetos, es un caso por demás abordado; sin embargo, la cuestión epistemológica que trata de explicar cómo el pensamiento del hablante identifica el objeto sobre el cual versa su oración está en una etapa de predesarrollo.50 Mucho menos desarrollada está la teoría de la identificación conceptual de la primera persona. Quizá la vertiente más estudiada es la identificación lingüística, y ésta parte de Wittgenstein en sus críticas a la utilización del pronombre «Yo» de Russell; pero la discusión se ha desarrollado en un lenguaje ostensivo de la persona como entidad carnina.

Saber el significado de locución no es otra cosa que saber los usos, actitudes y proposiciones del hablante que los emite, y saber qué significa una palabra es introducirla dentro de un juego lingüístico que dé cuenta de su utilización.51 No obstante, una teoría del significado como referente no agota las explicaciones dadas; ya Parkinson ha hecho la crítica de esta teoría y, sin embargo, la problemática comenzada por Russell aún mantiene interés en lo que toca a la teoría del «Yo». Russell se cuestiona sobre la utilización referencial de ciertas palabras, entre ellas los pronombres denotativos como este y aquel, y sobre todo la primera persona. Con la primera persona sucedía algo que no acontecía con las otras palabras, pues con ésta el sujeto mantenía una relación por demás íntima. Ésta es la ruta que según Álvaro Rodríguez, llevó a Russell a construir la noción de «nombre lógicamente propio»,52 «o sea un tipo de expresión que podrá referirse tan sólo a entidades de las cuales el sujeto que usa y entiende esa expresión tiene un conocimiento directo (acquaintance): los paradigmas de los objetos referenciales eran entonces el ego, la experiencia privada y el tiempo y lugar de la emisión de esas expresiones».53 La crítica de la filosofía analítica por parte de Frege va en contra de esta inmediatez del pensamiento y la experiencia, pues ésta se encuentra medida por el lenguaje; Wittgenstein hace lo propio en la medida en que apunta la imposibilidad de una expresión directa y privada, ya que esta experiencia está mediada por la aprensión del lenguaje.54 De esta manera la crítica va en contra de los indicadores y denostadores lingüísticos como son hoy, ayer, aquí, yo, tú, este, etcétera, pues éstos de ninguna manera pueden ser referenciales al ser ellos mismos referencia de otra cosa, sin poder ser definidos de manera ostensiva. Éstos tienen su significado no en referencia a un objeto, sino como compresión de una regla lingüística; se aprende a usarlos no porque se les vea en alguna parte, como ocurre con los objetos y nombres propios, sino porque se ha captado las reglas que hacen funcionar el lenguaje y éstos se anclan en su correcta comprensión. Empero, la crítica a desarrollar se centrará únicamente en mostrar la problemática de la identificación de la primera persona.


Un desdoblamiento lingüístico

 

En un artículo, John Perry nos invita a reflexionar sobre la desafortunada situación en la que se encontró en una de sus visitas al supermercado:

 

Seguía yo una vereda de azúcar en el piso del supermercado, empujando mi carrito a lo largo del pasillo, de un lado del mostrador para regresar nuevamente por el lado opuesto, buscando al cliente con el saco de azúcar roto e informarle del embrollo que estaba causando. En cada viaje alrededor del mostrador la vereda de azúcar se volvía más espesa pero parecía imposible alcanzar al cliente. Finalmente caí en la cuenta de que yo era el cliente que trataba de alcanzar.55

 

¿Qué significa causar un embrollo, qué significa que «Yo» estoy causándolo? La oración que remite al autor del embrollo cambia radicalmente en cuanto la situación del saber cambia. Perry no sabía que él era el causante de la vereda de azúcar, pero al darse cuenta de que era él, la actitud y el significado de la primera persona buscada cambia; ya no se busca otro, que en tercera persona sería un «él», que responda por la vereda de azúcar, pues se ha encontrado con un «yo». El pronombre personal funciona en estas oraciones cuando menos de dos maneras distintas dependiendo de la situación: es, en un primer momento, bajo una creencia, «otro», y, en un segundo momento, un «yo». «Yo» soy «otro» en una situación donde la condición es el saber; aquí el saber sí agrega algo nuevo a la oración. Pero ahora la pregunta obligada es ¿qué significa encontrarse a uno mismo? Significa, en principio, que se está y no perdido, puesto que también se está en búsqueda.56 Que se esté y no perdido, bajo la misma situación y en el mismo sujeto, no es más que una contradicción; toda oración contradictoria es una oración vacía de sentido, en la medida en que es imposible entender su significado. Por ello, estarse buscando o es un absurdo o una oración carente de sentido.

 

Para algunos el sentido de una oración en la que figuren expresiones demostrativas, o un índice como el pronombre «yo» es tan sólo una función del sentido de sus componentes. Perry identifica el sentido del yo, (o del de cualquier otra expresión demostrativa) con su rol entendiendo éste como una regla lingüística que asigna al hablante como referente del uso dado del pronombre yo en un determinado contexto.57

 

Bajo esta idea, la filosofía analítica intenta desaparecer de todos los diálogos que no posean en sí mismos una heurística de su comprensión. Esta noción sugiere que en caso de que no haya un referente, tampoco habrá un sentido. «Si esta tesis es correcta no puede sorprendernos el hecho de que no haya manera de especificar el sentido de una expresión, que no sea mediante el enunciado del cual es su referente».58 Pero también significa que la emisión pasa de un plano locucional a uno perlocutivo; el desdoblamiento de la semántica no es más que una mala utilización de una metáfora espacial donde suponemos que podemos ocupar dos posiciones distintas en el espacio, como son él que causa el embrollo y él que busca al responsable. Además, para que la frase tenga algún sentido es necesario que el que la emite se posicione de un acto locutivo y luego de un acto receptivo. El enredo radica no en suponernos como un doble «yo», sino como emisor y receptor de una misma frase. El doble «yo» es posterior a la deducción lingüística y es un acto implícito.

El segundo momento es cuando «él» se da cuenta de que es el causante del embrollo. Este «él» está usado de manera autoreflexiva, nombrándose en tercera persona como si fuera primera, y se pone en juego un uso muy distinto a los otros usos del pronombre «él», puesto que la tercera persona aquí deja su otredad y se inserta en una dualidad que posibilita un dialogo entre una sola persona. No es un «yo» hablándose a sí mismo, es «él» hablándole a «otro» que se da cuenta de la situación y en esa medida desaparece, fundiéndose dos personas (el que busca y el causante) en una. El pronombre «él» funciona en esta oración como un «yo» indirecto que apunta al quien de la acción, y este quien de la acción es casi la única línea lingüística de identificación de la primera persona.

 

La filosofía y el mundo

 

La semántica que desemboca en un cuerpo, y esto no agota el significado de la primera persona, no agota su uso ni su comprensión, debido a que nos negamos a ser definitivamente cosa, y la semántica de la carne da una respuesta en esta línea presentando al cuerpo como el agente.59 Sin embargo, la semántica de la mente tampoco da una respuesta satisfactoria a la pregunta por la primera persona. Parece ser que la única respuesta más o menos constituyente se inserta en una indagación lingüística de la acción, de la pregunta por el quién de la acción. Cuando preguntamos por el quién de la acción desembocamos en el pronombre personal «yo». Lo que distingue este uso de la tercera persona de su uso corriente es la identificación como pronombre propio de la tercera persona. Esto no deja en claro más que una cosa: las palabras no son piezas que forman, como lo hace un rompecabezas, una imagen significativa, sino que se parecen más a unas fichas de lego, donde no existe una función o regla definida para la construcción del significado. Las teorías estructuralistas del lenguaje van a suponer falsamente, en cierto sentido, la estructura lingüística.60 «Un enunciado no puede concernir a la estructura lógica del mundo, porque para que un enunciado sea en absoluto posible, para que un enunciado pueda tener sentido, el mundo tiene que tener ya precisamente la estructura lógica que tiene. La lógica del mundo es anterior a toda verdad y falsedad».61

Pero recordemos que desde un principio la ontología estructural que se desprende de Wittgenstein contrae implicaciones epistemológicas pues «el pensamiento no versa sobre hecho sino sobre las sombras de los mismos».62 Parece ser que detrás de ello se encuentra la epistemología numénica latiendo en el corazón del sistema, pues nuestro autor propone toda una estructura de lo que entiende por filosofía. Ya que en la filosofía no hay deducciones, ella es puramente descriptiva. La filosofía no ofrece figuras de la realidad, ni confirma ni refuta la investigación científica. La filosofía se compone de metafísica con base en la lógica. La epistemología es la filosofía de la psicología y desconfiar de la gramática es la primera condición para filosofar. La primera persona en los casos problemas mantiene un referente corporal cárnico.


Una pieza que falta

 

Bajo esta luz, el pronombre «yo» debe referirse no solamente a quien busca al causante del derrame de azúcar, sino al causante mismo; debe referirse a la condición de quien comienza la reflexión filosófica cuestionándose la gramática de la primera persona (que se refiere al mundo), de quien tira el azúcar, y la gramática que se refiere al que busca el que derrama el azúcar. Por tanto, condición es posible una filosofía del Self. Observemos que el brinco lingüístico necesario para entender esta frase radica en una concesión extraña de la temporalidad de quien en su campo de creencias ve introducida nueva información que hace cambiar radicalmente su saber. Ahora sí el saber tiene una carga semántica que acrecienta la oración, no como en el caso de Descartes que utiliza el verbo saber sin que esta utilización agregue significado a la oración, pues pienso y que pienso son lo mismo. La creencia es modificada en su núcleo y este cambio dependió de la intromisión de nueva evidencia; sin embargo, si nuestro «yo» no es más que un cúmulo de creencias, vivencias, evidencias, etc., o una narración contada desde la información, ésta cambia radicalmente en cuanto cambia la información, el «yo» puede ser un «él» si se carece de la certeza de la acción y viceversa. El «yo» es un pronombre que nos remite a un hablante, pero si el causante del embrollo no ha emitido ninguna oración, como es que el que se le atribuye un «yo», la respuesta es que insertamos las acciones dentro de las reglas lingüísticas de explicaciones de los sujetos. Conocemos cómo funciona el mundo, luego suponemos que el mundo funciona según nuestra explicación; lo interesante es ver que no es del «yo» de donde se sigue la explicación del mundo, sino de nuestro intento de explicarlo es de donde procede la creencia en un «yo», la creencia en un agente donde recae la acción. Buscamos el causante porque queremos explicar el acontecimiento de la manera en que suponemos funciona el mundo; luego suponemos que ha de existir un «yo otro», un él que sea responsable de la vereda de azúcar. La necesidad lingüística de expresión bajo las condiciones socioculturales engendra por necesidad las fichas lingüísticas faltantes, aunque éstas no tengan mayor referente, de la misma manera que no tienen referente las otras palabras como son «mío», «ayer», «este», etc. Así «una teoría de las referencias es aquélla en la que el referente es decir, el valor semántico de un nombre, es precisamente el objeto que resulta ser el referente».63 Si se carece de referente, lo único que queda es la regla lingüística que dibuja el sitio dentro del discurso que la palabra debe ocupar y de la cual se construye su significado. El «yo» se construye por la necesidad de explicación de los eventos y porque el significado puede, por así decirlo, dibujar la pieza faltante para que las oraciones tenga sentido, aunque esta pieza carezca de valor significativo pues no existe un referente del cual se predique. Pero esto no es en verdad importante: una vez que las oraciones han adquirido sentido somos capaces de llenar de un sobre sentido esas partes faltantes y de otorgarles una realidad ficticia. La realidad es construida como una narración cuando menos entre el otro y ante mí, un supuesto kantiano que habría que dejar de lado para mostrar que si la realidad es narración, esas palabras faltantes, carentes de referente, son dotadas de realidad al ser dotadas con narraciones. De esta manera se puede describir la vida de un elfo, sus amores, sus deseos, sus logros y fracasos, y en esa medida toma aún más la apariencia de realidad o de existencia. La semántica de la primera persona no está en otra condición, es el encantamiento lingüístico alrededor de una pieza necesaria para la comprensión de las oraciones del mundo, pero que en sí misma carece de referente y ha sido sobre significada por narraciones de las más diversas; así es como somos capaces de emprender una búsqueda filosófica como quien busca El Dorado. Pero recordemos al autor del Tractatus, quien nos dice que la filosofía es la lucha en contra de la fascinación que ejerce sobre nosotros el lenguaje.


El lenguaje como matriz de los fantasmas

 

Ahora bien, Perry se fascina al suponer que el pronombre de la primera persona puede ser cambiado por cualquier otro enunciado autorreferente, lo cual trae como consecuencia que se vacía de significado el resto de la oración. Si en vez del «yo» ponemos a «John Perry», tendríamos que decir que «John Perry» busca al causante de la vereda, que es «J. Perry». Así tendríamos que lo anterior desemboca en que «J. Perry» busca a «J. Perry», y habría que aceptar que esto no tiene sentido, de la misma forma en que es un sinsentido desde el inicio de nuestro problema, en la medida en que el lenguaje no posea una cualidad de cambiar de significado en relación a la circunstancia. En tanto el lenguaje no prevea y posea este pliegue sobre sí mismo,64 esta posibilidad de dar significado a metáforas vacías o por medio de un desdoblamiento espacial o temporal, donde la primera persona se supone en dos lugares o en dos tiempos,65 nuestro problema consiste en cómo primera persona habita dentro de un juego gramatical que puede doblarse o plegarse sobre sí mismo, para utilizar la terminología de Deleuze. Incluso, el cuestionamiento va más allá, porque ahora es necesario preguntarnos no sólo por el comportamiento lingüístico sino por su posibilidad como matriz de sí mismo, por la posibilidad que tiene el lenguaje de engendrar más términos, de autocrearse y recrearse en los juegos y huecos que tapa como significados sin referentes. Desde Russell, la idea de un lenguaje donde todas sus partes tuvieran un referente físico fue abandonada, pero ésa no es nuestra cuestión, sino otra: la de cómo se crea esta terminología que, a pesar de no tener una función, sirve para dar sentido al resto del lenguaje; cómo el lenguaje no solamente ha creado un «yo», sino a un gran número de fantasmagorías.


El rol hace el sentido

 

La primera persona puede ser cambiada por cualquier descripción personal; el pronombre «yo» puede ser cambiado por «el causante del embrollo», «J. Perry», y por «el filósofo de compras en el supermercado». Pero este intercambio no expresa lo mismo y la razón es la siguiente: «no hay pensamiento alguno, expresable mediante el uso de una descripción definida, que sea idéntico al pensamiento expresado mediante el uso del pronombre yo».66 Tal demostración se basa en la idea de que el pensamiento es idéntico a su expresión, y esta doctrina nos proporciona un criterio para determinar cuando dos pensamientos son distintos. Será posible distinguir dos pensamientos si una persona puede adoptar distintas actitudes epistemológicas respecto a ellas, creyendo en una y dudando de otra. La cuestión de fondo es si son equivalentes; para ello, la teoría nos dice que si se puede dudar de la verdad de uno frente a la del otro, o creer uno y dudar del otro, entonces son dos pensamientos distintos. Lo anterior se demuestra en tanto la oración «yo estoy causando un embrollo» es distinta a «J. Perry está causando un embrollo», o a «el filósofo del supermercado está causando un embrollo». La utilización del pronombre es distinta pues expresa cuestiones distintas; no hay siquiera una identificación con la primera persona y serían, en sentido estricto, tres casos, por la simple razón de que «él» no estaba seguro, dudaba que fuera el causante del embrollo, siendo ésta la prueba que le sirve a Perry como evidencia en contra de una homogeneidad de la utilización del pronombre «yo». Si cada pensamiento sólo es expresado lingüísticamente por un enunciado y si además aceptamos que desde el correcto hablar no existen los sinónimos, la primera persona como «yo» es distinta semánticamente a «J. Perry», a «el filósofo del supermercado», etc.

El criterio es claro, en principio porque «J. Perry» es un nombre propio que únicamente puede ser usado para determinar a un sujeto sujeto del lenguaje, sujeto del nombre propio. Sin embargo, el pronombre «yo» no es un nombre propio porque el nombre propio posee una propiedad indisoluble, una pertenencia única, mientras que el «yo» es utilizado indistintamente, de manera que cada quien tiene derecho a pronunciarlo sobre sí mismo, cada quien es un «yo» (caso contrario de «J. Perry», pues nadie, a excepción de «J. Perry», utiliza dicho nombre para autoreferirse). Wittgenstein lo enuncia de la siguiente manera:

 

[…] la palabra “yo” no significa lo mismo que L. W., incluso si yo soy L.W., ni significa lo mismo que la expresión, “La persona que está hablando ahora.” Pero tampoco quiere decir que L. W. y “yo” signifiquen cosas diferentes. Todo lo que quiere decir es que estas palabras son instrumentos diferentes de nuestro lenguaje.67

 

Simplemente son formas de herramientas distintas para intervenir en un mismo problema, roles similares jugados por palabras distintas. Según Frege, la esencia de una comunicación consiste en que los hablantes observen el rol que juegan las palabras. El entendimiento o la cualidad de que se pueda observar el rol de las palabras es indispensable, y por ello está en la misma línea que Wittgenstein: en contra de un lenguaje privado, en contra de que la primera persona sea definida como una simple observación directa. Pero esta postura nos lleva a afirmar que la observación del rol de una palabra hace su significado; entonces, el problema es dar significados distintos a una sola palabra, en especial a «yo». Puesto que todos captamos y observamos qué rol juega «yo» dentro del lenguaje, todos le damos un valor distinto; mas la explicación se encuentra a la mano, ya que la construcción del sentido de una palabra no solamente depende de la observación del rol que juega, sino de su relación con otros nombres y cómo se ha observado, de manera que entra en juego un cierto perspectivismo que justifica el ruido en la conversación pero impide que se desborde en una total incomprensión.


El lenguaje como horizonte

 

«El ego cartesiano aprende los conocimientos de su conciencia y de manera infalible reporta su existencia y naturaleza».68 Basándose en un tipo peculiar de razonamiento, se establece la similitud entre percepciones internas y externas, dado que considera que ambas pueden ser tenidas como fuente de conocimiento. La observación en la que se basa la experiencia empírica se divide en dos: por un lado tenemos los objetos físicos, que nos reportan sensaciones en la medida en que se relacionan con los sentidos o son captados por ellos; y los objetos mentales, que para el empirista suponen una vía privada a objetos que también reportan conocimiento. Para un tercero, las sensaciones siempre son privadas, pero en la medida en que «significa lo mismo que, el solitario es un juego que se juega solo».69 Sin embargo, de ser cierto, esta vía privilegiada desemboca en los lenguajes privados y en la imposibilidad de comprender el sentido de la mente de los otros. Hume y Kant van a dirigir sus críticas en contra de una idea muy similar de entenderse de manera autodirecta, de una forma de contemplación o percepción directa del «yo», ya que para Hume, «el yo no es algo que pueda encontrarse en la experiencia».70 Lo que nos ha quedado claro después de Hume es que ningún objeto mental puede hacer las veces de sujeto de la experiencia. Fue de esta manea que la disolución del «yo» cartesiano se consumió, se redujo a la nada, a un puro enunciado sin sentido o vacío de referente; por ello, el «yo» ha dejado de ser entendido en filosofía como un objeto referencial. De esta distinción entre referencia y no referencia, Wittgenstein echará mano para elaborar su crítica a la metafísica tradicional y a la teoría del significado. Aún así, la problemática de una primera persona nos salta a la vista en la medida en que en el lenguaje es imprescindible para dar cuenta de la conciencia, y si bien es cierto que no es un término cuya existencia sea referencial, no por ello se vacía de cierta existencia reflexiva; no es un término objetivo, puesto que ni siquiera es objeto del intelecto, pero esto no deja de hacer influencia en el mundo. Lo anterior nos hace desdoblar nuestro análisis más allá de la dicotomía entre interno y externo, pues en esto desemboca una situación de un «yo» como objeto del entendimiento y proponer un modo, quizá con dos características distintas, entre cómo se manifiestan los objetos externos (por nombrarlos de algún modo), y las leyes que rigen los objetos internos, ambos en una concepción lingüística superior a la tradición, donde el lenguaje ya no sea un medio sino un horizonte.


Notas:

 

1. Wittgenstein, Ludwig, Tractatus Logico Philosphicus, Alianza, Madrid 1973.

2. Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona 1988.

3. Rodríguez Sutil, Carlos, El cuerpo y la mente una antropología wittgensteiniana, Biblioteca Nueva, Madrid 1998, p. 35.

4. Wittgenstein está completamente en esta línea de la ontología lingüística. Ver Wittgenstein, Ludwig, Los cuadernos azul y marrón, Planeta-Agostini, España, 1994, p. 73.

5. López de Santa maría, Pilar, Introducción a Wittgenstein, Herder, Barcelona 1986, p. 205.

6. Rodríguez Sutil, Carlos, op. cit. p. 36.

7. Ídem.

8. Ibid, p. 37.

9. Ver Kunh, T. S., La estructura de las revoluciones científicas, FCE, México 1980, p. 82.

10. Austin, J.L., Cómo hacer cosas con palabras, Paidós, Barcelona 1982.

11. López de Santa maría, Pilar, op. cit. p. 205.

12. Íbid, p. 206.

13. Wittgenstein, Ludwig, Los cuadernos azul y marrón, op. cit., p. 108

14. Ryle, Gilbert, El concepto de lo mental, Paidós Ibérica, Barcelona 2005.

15. López de Santa María, Pilar, op. cit., p. 207.

16. López de Santa maría, Pilar, op. cit., p. 208.

17. Aunque hay que apuntar que Descartes sitúa a la sensación dentro de la res cogitans: «¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y también imagina y siente». Descartes, René, Meditaciones metafísica, Espasa-Calpe, Madrid, 2003, pp. 135 y 136.

18. Priest, Stephen, Teorías y filosofías de la mente, Cátedra, Madrid 1994, p. 80.

19. Rodríguez Sutil, Carlos, op. cit., p. 40.

20. Ver Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, op.cit., p. 28 y ss.

21. Ibid, p. 81.

22. En esta línea tenemos a Deleuze, Gilles y Guattari, Felix, en ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1997.

23. Las referencias al tratamiento del lenguaje como un juego de ajedrez abundan en su obra: las primeras en aparecer en las Investigaciones filosóficas se encuentran en los párrafos 31 y 47, pero las referencias se extienden a lo largo de varios de sus textos.

24. Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, op. cit., p. 82.

25. Ibid, párrafo 246.

26. Villoro, Luis, Creer, saber, conocer, Siglo XXI, México 2004.

27. Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, op. cit., párrafo 246.

28. Ibid, párrafo 249.

29. Gardner, Martín, La ciencia: lo bueno, lo malo y lo falso, Alianza, Madrid 1988, p.611 y ss.

30. Wittgenstein, Ludwig, op. cit., párrafo 253.

31. Priest, Stephen, op. cit., p. 84.

32. Rodríguez Sutil, Carlos, op. cit., p. 40.

33. Wittgenstein, en las Investigaciones Filosóficas, plantea un caso semejante: el suponer que una parte del mundo tienen una sensación del color rojo distinta a la otra mitad (op. cit., p. 235).

34. He puesto el entrecomillado para hacer notar que la palabra sufrimiento solamente se entiende con relación a la adquisición del lenguaje y en esa medida es exactamente el mismo impedimento que el antes mencionado, la imposibilidad de referirnos a algo interior o fuera del lenguaje, con lenguaje.

35. A diferencia de una definición verbal, que consiste en explicar una palabra con más palabras, las definiciones ostensivas explican una palabra mostrando el objeto al que se refieren.

36. Otra vez un caso imaginario. Imaginemos un niño cuyas terminaciones nerviosas de una mano estén siendo excitadas agresivamente; podemos saber si existe dolor por sus gestos, pues suponemos que todos los niños reaccionan de modo similar al dolor, pero el dolor no es en el niño sino en mí, pues «dolor» es una etiqueta lingüística que le pongo al niño por sus gestos. El niño tiene o no sensaciones, pero sus gestos me hacen suponer que son similares a las mías.

37. Priest, Stephen, op. cit., p. 85.

38. El ejemplo es el metalenguaje o lenguaje filosófico capaz de preguntarse por el mismo lenguaje.

39. Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, op. cit., p. 227.

40. Ibid.

41. Priest, Stephen, op. cit., p. 86

42. Ver Ricoeur, Paul, Lo justo, Ed. Caparrós, Madrid 1999.

43. Rodríguez Sutil, Carlos, op. cit., p. 41.

44. Ver Rorty, Richard, Ironía contingencia y solidaridad, Paidós, España, 1996. Sobre todo el capítulo «La contingencia del yo».

45. Entre los que se encuentran Hume y J. Perry, entre otros.

46. Ricoeur, Paul, Sí mismo como otro, Siglo XXI, México, 1996.

47. Broncano, Fernando, La mente humana, Trotta, Madrid, 1995. Boden, M., Inteligencia artificial y hombre natural, Tecnos, Madrid, 1984. Bunge, M. y R. Ardila, Filosofía de la psicología, Ariel, Barcelona, 1988.

48. Carnap, Rudolf, «Psicología en lenguaje fisicalista», en Ayer, A. J. (compilador), El positivismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1965. Dennett, Daniel, La conciencia explicada, Paidós, Barcelona, 2000.

49. Foucault, M., La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, 2ª edición, Barcelona, 2003; Vigilar y castigar, Siglo xxi, México 2002. Ricoeur, Paul, Lo justo, op. cit.

50. Ryle, en Un elemento desconcertante en la noción de pensar, desarrollará en alguna medida esta semántica del cómo de la acción (UNAM, México, 1984, p. 20). Ricoeur empezó a trabajar sobre el cómo de la acción, un lenguaje que intenta explicar la manera de identificar a un referente. Ver El discurso de la acción, Cátedra, Madrid 1988. Patif y sus casos problema son el referente obligado para una discusión de este tipo.

51. Ver las críticas que a esta idea de significado ha dirigido Isaiah Berlin en La teoría del significado, FCE, México 1976.

52. Rodríguez Tirado, Álvaro, La identidad personal y el pensamiento autoconsciente, UNAM, México, 1987, p. 24.

53. Ibíd.

54. Un lenguaje que dentro del juego de la filosofía debe ser puramente descriptivo. Wittgenstein, L., Los cuadernos azul y marrón, Planeta Agostini, España, 1994, p. 46.

55. Citado en Rodríguez Tirado, Álvaro, op. cit., pp. 25 y 26.

56. Es famosa la frase de Nietzsche que dice «para encontrarse hace falta perderse». Ver Nietzsche, Así habló Zaratustra, Edaf, España, 1997. Sin embargo, este tipo de frases contraen en sí mismas metáforas espaciales o temporales que desembocan en contradicciones, de proporciones puestas que se predican de un solo sujeto.

57. Rodríguez Tirado, Álvaro, op. cit., pp. 46 y 47.

58. Íbid, p. 36.

59. Para Wittgenstein, la semántica de la primera persona no va a poder ser agotada ni reducida, lo mismo que la del mundo; ambas son infinitas como deidades y nos dice: «Hay dos divinidades, el mundo y mi yo independiente». Wittgenstein, Ludwig, Diario filosófico, Planeta Agostini, España, 1986, p. 128.

60. La crítica contra esta idea está desarrollada ampliamente por Derrida, J., La diseminación, Fundamentos, España, 1975.

61. Wittgenstein, Ludwig, op. cit., p. 31.

62. Wittgenstein, Ludwig, Los cuadernos azul y marrón, Planeta-Agostini, España, 1994, p. 61.

63. Rodríguez Tirado, Álvaro, op. cit., p. 32

64. Deleuze, Gilles, El pliegue, Paidós, Barcelona 1989.

65. Ver Veinticinco Agosto 1983 (Siruela, Madrid 1983) Borges nos narra un encuentro con él mismo desde una temporalidad distinta; Borges conoce a Borges, joven y viejo entablan una discusión por demás extraña en la medida en que el lenguaje da posibilidad a la imaginación de que semejantes oraciones tengan sentido, signifiquen algo.

66. Rodríguez Tirado, Álvaro, op. cit., p. 29.

67. Wittgenstein, Ludwig, op. cit., p. 101.

68. Rodríguez Tirado, Álvaro, op. cit., p. 55.

69. Wittgenstein, Ludwig, op. cit., p. 221.

70. Hume, D., Tratado de la naturaleza humana, Tecnos, Madrid, 1988, p. 355.

 

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